Archivo Zonaglo. Por Alejandro Zambra

El tremendo silencio de Gonzalo Millán

A propósito de la publicación, en 2002, del libro Claroscuro, de Gonzalo Millán, tuve la oportunidad de conocer algunas de las fichas que Pinorra (apodo de Gonzalo Aguirre) ha montado, ahora, en esta breve y milagrosa película. Hacíamos, con Millán, en su casa-taller de Eleuterio Ramírez, una especie de entrevista: yo no sabía muy bien qué preguntar, pero él respondía con gentileza, con paciencia, como si en lugar de hablar sobre su obra ayudara a un niño a hacer una tarea. De pronto se levantaba para encender, por enésima vez, el calentador eléctrico: la entrevista fracasaba y la conversación prosperaba gracias a las innumerables tazas de té con amaretto, y en especial debido a la hospitalidad del poeta para con ese desconocido que, siguiendo una pauta no muy buena, tartamudeaba lugares comunes sobre poesía y pintura.

Aquella tarde larga Millán también me mostró algunos objetos que él llamaba, con humor, mis esculturas. Había una, en especial, curiosísima: un dispensador de detergente líquido, pintado con spray negro, que, según decía el autor, era la novedad del año. Luego me acercó las cajas de zapatos repletas de fichas que conformaban el Archivo Zonaglo: las revisé con ansiedad mientras hablábamos y el hojeo me distrajo aún más de una entrevista que a esas alturas, en rigor, ya había terminado. Pensaba irme cuando Millán me dijo, como enojado, como acordándose de algo: “este es mi silencio”, “estas fichas son mi tremendo silencio”. Enseguida aludió a una nota de prensa en que se anunciaba el regreso, tras un prolongado silencio, del poeta Gonzalo Millán. Me mostró entonces sus cuadernos cosidos, llenos de notas, unas mil páginas de poemas. “Mira mi silencio”, insistió, “he estado súper flojo”, me dijo, “no he escrito nada”, y la carcajada fue larga y liberadora.

Tardé semanas en redactar, con ese material, una entrevista en la que apenas latía la conversación real. Pensé en mencionar in extenso los borradores, el dispensador de detergente líquido, y sobre todo el sorprendente trabajo de Millán con las fichas, pero yo quería, al fin y al cabo, hacer bien la tarea, por lo que casi todo eso quedó afuera, en parte también por la resistencia, tan habitual en los estudiantes de literatura, a confesar, sin más, la admiración. Por ese tiempo yo ya conocía y admiraba la poesía de Millán, pero la visita me impresionó en un plano distinto: me interesó la visión de ese living atiborrado de signos, y el sujeto a la vez huraño y cordial que iba y venía con el calentador eléctrico para llenar las tazas y seguir un generoso diálogo que fue, para mí, un premio inmerecido.

Hace unos días pude ver, de nuevo, gracias a Pinorra Aguirre, doscientas o trescientas tarjetas de las quince mil que componen el archivo. El material es abrumador y no por lo copioso, necesariamente, sino porque representa una obsesión convertida en hábito, en forma de vida. Observé, ahora, con mayor atención, las secuencias, nunca del todo continuas: el hecho artístico en serie no admite planes cerrados, más bien reclama la máxima apertura, la dispersión absoluta de un lenguaje inoculado, reventado en laboriosos garabatos. El archivo consta de bocetos o montajes en que aparecen fotografías coloreadas, avisos de prensa, números de teléfono, versos sueltos, referencias bibliográficas, homenajes, cuestionarios, chistes privados, recordatorios, direcciones, planos, etiquetas de yerba mate. Durante veinte años Millán realizó estos ejercicios semiautomáticos que capturan, con extraña eficacia, la vida cotidiana: el ocio puro, la sagrada libertad amenazada por los ruidos molestos y otros tantos ruidos amados. El sonido –el ruido– de la propia respiración, por ejemplo, o el placer del trazo rajando el silencio del papel. El placer, sobre todo, de escribir el propio nombre hasta convertirlo en una mancha lejana y bella. Es difícil no pensar que mediante la confección de estas fichas Millán obedecía a un destino.

Los motivos reaparecen pero no necesariamente a la ficha siguiente, sino diez, doce, veinte tarjetas más allá, más acá. Lo ha dicho mejor que yo el poeta Francisco Leal, en un temprano texto sobre las fichas publicado el año 2001, en la revista Aérea: “(…) cada representación es la sombra o la ejecución de un temblor que no claudica en decisión ni se silencia en duda. De ahí la necesidad intransable de que el trabajo plástico de Millán se presente en series: una sucesión de trabajos similares y distintos, donde una ficha remite (de “remitente”, como si entablaran un diálogo secreto) a otra, a la anterior, a la siguiente, a la subsiguiente, anulando –a lo menos ensombreciendo– cualquier intento de unidad, sustancia o identidad”.

El arte está en el paso, en la invisible juntura de esos elementos aislados, acaso en el roce de las tarjetas al barajarlas. En el temblor que queda escrito, el del trazo y también el pulso de la mano propia ante estos documentos ajenos. Las fichas, en un sentido, constituyen el reverso de la poesía de Millán, pero esta afirmación es, desde luego, engañosa. El poema no es una ficha pasada en limpio, ni mucho menos. Son facetas distintas y sólo a veces antagónicas de un desarrollo mayor. En aquella antigua entrevista, Millán dijo que alternar la poesía visual con la poesía tradicional era como escribir con ambas manos. Pero no es la mano izquierda la de las fichas y la derecha la de los poemas; verlo así sería falso, pues la idea era, más bien, que una mano confundiera a la otra, que las palabras dibujaran y los dibujos escribieran. Lo que ambos aspectos de la obra de Millán tienen en común es, fundamentalmente, el temblor, la huella de lo intraducible.

Pinorra Aguirre ha revisado con paciencia y lucidez este material valioso y casi inabordable. Me gusta la velocidad con que pasan las fichas: la cámara acelera o bien se queda en algunas imágenes cruciales, pero el criterio escapa, finalmente, a todo reduccionismo. Hay señales, pero no hay interpretaciones ni simplificaciones, por el contrario, Pinorra ha conseguido recrear el espíritu anárquico de la obra. Dos movimientos se cruzan de manera muy fina y radical: de un lado vemos a Millán, el enfermo del Mal de Archivo que decía Derrida, rayando las fichas y ordenándolas en las cajas de zapatos; del otro lado está Pinorra desclasificando, eligiendo, procediendo con benjaminiana melancolía, juntando las partes de un todo que no llegará. La música de Diego Aguirre hace el resto y el resto es mucho: las imágenes, las palabras y la música colaboran para conseguir veinte alucinantes y alucinados minutos que los lectores-espectadores de Gonzalo Millán sólo podemos agradecer.

Alejandro Zambra

(Leído en el lanzamiento de Archivo Zonaglo, Cineteca nacional, Santiago, 11 de agosto de 2008).